Es un principio consignado en la Convención sobre los Derechos del Niño. Establece que, en todas las actuaciones, públicas o privadas, las decisiones o las medidas que afecten a las niñas y los niños deben adoptarse teniendo en cuenta de manera primordial la protección de sus derechos, la garantía de su bienestar y su desarrollo integral. Esto significa que, si los derechos de niñas y niños entran en conflicto con otros igualmente válidos, deben predominar los primeros.
El principio aplica, por ejemplo, a las medidas que adopten los tribunales, las autoridades administrativas y los órganos legislativos. También, al deber de los Estados de garantizar el cuidado y la protección de niñas y niños, teniendo en cuenta los derechos y los deberes de madres, padres y personas responsables de su cuidado. Además, está relacionado con la obligación de los establecimientos encargados de su bienestar y protección de cumplir con normas de seguridad, sanidad y supervisión, y de contar con suficiente personal que tenga las competencias necesarias.
El concepto está vinculado con el reconocimiento de la autonomía progresiva de niñas, niños y adolescentes, y con el derecho a dar su opinión y a que se les escuche en los temas que les afecten.